lunes, 29 de octubre de 2007

CADA VEZ QUE ME PONGO EL ABRIGO...


He vuelto a leer el “Maus” de Spiegelman. En realidad lo he picoteado, porque no me veo capaz de leérmelo otra vez. Es algo que le haré leer a mi hijo cuando llegue el momento. Y no será fácil, porque al hacerlo, le estaré entregando un paquete de pesadillas con las que tendrá que enfrentarse a solas, en la oscuridad de su habitación. Pero será necesario.


Lo peor, es que tanto horror parece no haber servido para nada. O por lo menos para nada más que para constatar que el Diablo existe y somos nosotros. Basta con ver lo que hace Israel en los territorios ocupados. Una vez le comenté esto a una amiga de mi mujer. Una chica de Nueva York de padres húngaros, y apuesto a que quedé como un asqueroso antisemita.


La historia de "Maus" es la historia de un sobreviviente. Un hombre joven, fuerte, guapo, sagaz, buen negociante, que sobrevivió al infierno y se hizo millonario. Heaquí la razón por la que “Maus” ganó un Pulitzer. Nadie habría dado un duro por la historia de la señora y los niños de la foto. Porque su historia terminó ni bien entraron en los campos. Porque ya estaban muertos antes de entrar. "Maus" tiene un final "feliz", y un mensaje de esperanza. La imagen de arriba es todo lo contrario.


A veces me imagino a mi mujer o a mi hijo, a mis padres a mi hermana, a mis suegros (o incluso a veces a mi abuela), metidos en un vagón para animales, sin espacio para sentarse o hacer sus necesidades, desmayados de calor y de sed, pisoteados hasta morir en un viaje infinito hacia los campos. Me los imagino aplastados en un amasijo de cuerpos desnudos y aterrorizados, defecando incontroladamente a causa del gas e intentando huír dentro de un recinto sellado herméticamente entre la oscuridad y los aullidos de terror. Dicen que la muerte sobrevenía en tres o cinco minutos. Eso es la eternidad simple y llanamente.


O Me los imagino como meras apariciones de piel y huesos, pacientes indefensos de sádicos experimentos médicos.


Y podría ponerme a llorar ahora mismo y no parar de llorar en lo que me queda de vida.


¿Porque nunca me imagino a mí mismo en esa situación, no importa cuánto lo intente?


No lo sé.


Me he pasado tres años pensando en un solo incidente de la Guerra del Pacífico. He tenido pesadillas en las que he muerto destripado por corvos y bayonetas. Un día soñé que se me habían acabado las balas y que los Atacameños se me venían encima. Desperté gritando y tanteándome por todas partes, porque estaba seguro de que me habían repasado cuatro veces.


No quiero ni imaginarme lo que tuvo que sufrir Art Spiegelman. ¡Especialmente cuando tenía que darse una ducha!


Cuando cumplí dieciocho años, mi madre me llevó a comprarme un abrigo a la Calle Comercio. La tienda en cuestión se llamaba “Los Cuatro Ases”. Probablemente siga ahí. La llevaba (o lleva) un matrimonio que parecía sacado de un chiste de judíos. Imagínate: Se llamaban Isaac y Rebeca. Vendían abrigos, trajes y casimires, se pasaban la vida discutiendo, y nunca fiaban un peso a nadie.


Elegimos el abrigo. Gris con una trama de hilos rojos, marca Valmeline. Todavía lo tengo. Todavía me lo pongo, casi cada día. Le entregamos el abrigo a don Abraham, que lo envolvió en papel madera y lo ató con cuerda de cáñamo. Mi madre le pagó a doña Rebeca, que me dio una bolsa de plástico con el nombre de la tienda, y cuando don Abraham me alargó el abrigo empaquetado por encima del mostrador, ví parte del tatuaje azul que marcaba su antebrazo izquierdo. Esa fué la única vez que ví algo parecido. Fueron cuatro segundos. Pero todavía recuerdo hasta lo que el señor llevaba puesto.


Cada vez que me pongo el abrigo, me acuerdo de ese momento. Y el invierno ha llegado con todo.
Debe ser por eso que escribo este post.

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