Yo tenía diecisiete años y estaba en el último año del instituto. ( En Bolivia se llama Cuarto Medio, no sé cómo se llamará en otros sitios) Era un viernes prometedor y soleado, de esos que invitan a irse a casa, comer salteñas, mirar la MTV, quedar con los amigos, fumar a escondidas, beber por las noches.
Y milagrosamente, ningún profesor nos había dejado deberes para el lunes!
El fin de semana se presentaba alentador, dos peleas, un concierto, y fiesta en casa de una de las chicas bonitas del curso.
El único obstáculo a salvar era la clase de historia de la última hora, porque el profesor no se iba con chiquitas a la hora de ponernos tarea. Y efectivamente, cuando sonó el timbre de salida y todo el mundo empezó a recoger sus cosas, el profesor anunció con voz perfectamente audible " tarea para el lunes":
Todo el mundo guardó un tenso silencio. Las tareas que el profe solía ponernos eran para no levantar cabeza. Pero el profe nos dijo sencillamente : "Este fin de semana muchos verán a sus abuelos. Hablen con ellos. Pregúntenles algo de su vida. Y el lunes vienen y me lo cuentan."
Cincuenta chicos y chicas se encogieron de hombros y se fueron. Mi abuela y yo nunca nos habíamos llevado muy bien. Era una señora renegona y malhumoraba qué dividía a sus nietos entre los favoritos y los no tanto. Y yo era uno de los no tanto. Quizás el que menos. Lo único que teníamos en común era que nos gustaba Carlos Gardel. Y eso ya era mucho.
Asi que el domingo por la tarde, mientras en casa todo el mundo soportaba estoicamente el sopor después del almuerzo, y yo peleaba contra la resaca y las insoportables ganas de fumar ( que en ese entonces yo fumaba como un cretino), puse una cinta de Gardel en el sterero, me fuí a la calle y fumé dos "Camel" al hilo, y le pregunté a mi abuela si me podía contar algo sobre su vida, sobre algo, no sé, por ejemplo, sobre la Guerra del Chaco.
Mi abuela gruñó enfadad, y empezó escurriendo el bulto. Dijo que no quería acordarse de esas cosas. Que la Guerra del Chaco había sido una barbaridad. Que la gente se había creído que ganaríamos y que entraríamos a Asunción "pisando fuerte", que Salamanca fue una desgracia para todo el país, que mis pobres abuelos sufrieron lo indecible, y poco a poco, este goteo de quejas terminó por convertirse en una de las crónicas de retaguardia más conmovedoras que he oído en mi vida.
Porque esa tarde, mi abuela me habló de cómo despedían a las tropas que marchaban al frente.
Me contó que salían los domingos al mediodía, después de escuchar misa. Que toda la ciudad acudía a despedirlos, elegantes y bien vestidos, mayores y niños, como si fuera un día de fiesta. La banda municipal tocaba retreta en la Plaza Murillo, se vendía comida en las calles, los balcones eran engalanados con banderas y una larga hilera de mulas y arrieros sudaban bajo el sol de justicia de La Paz, esperando la bendición del cura a las puertas de la Catedral.
Los reclutas esperaban en formación, y los oficiales caminaban por el empedrado haciendo crujir las botas. Las familias despedían a los hijos, las mujeres a sus esposos, y aunque la tropa fuese indígena y la oficialidad mestiza, todo el mundo lloraban igual. Especialmente las mujeres con hijos.
" Y veías al llauchero, y al sastre, y al hijo de la lechera, contentos con sus uniformes nuevos" me decía mi abuela " y al hijo de la casera del mercado, al que lo habías conocido desde que era una huahua, y no te dabas cuenta de que había crecido tanto hasta que lo veías con el fusil al hombro, y te sorprendías de cómo pasa el tiempo." Luego venía la arenga, la bendición del obizpo, el Himno Nacional gritado a voz en cuallo.
! Bolivianos, el hado propicio....!
Después, el momento de silencio, el !Atención, firm!
El estruendo de las botas sobre el empedrado.
"Vista aaaal fren..!"
Sonido de arreos y correeas bajo el sol.
"Presenteeen Armm!"
Fusiles sobre las manos.
"!Armas al hombro!"
La precisión prusiana de una tropa bisoña que se esmeraba en hacerlo todo bien.
"!Viva Bolivia!"
! Viva!
El eco rebotaba en el Palacio Quemado, sobresaltando a las palomas de la Plaza Murillo que echaban a volar.
! De frente con compás maaarch!
Y la serpiente humana se iba desenrollando en dirección a la estación de ferrocarril. La banda entonaba melodías alegres y marciales para que la tropa saliese de la ciudad a paso de vencedores, con destino a la estación de trenes, donde se les daría una segunda despedida. Esta, menos formal y más intensa. Las familias saludadban desde los balcones, la virgen de Copacabana en todas partes. Todos los reclutas con un detente prendido al ojal. Los equipos bajo sus fundas, sobre las mulas, todo un país marchando a la derrota sin saberlo, mandando a sus hijos a morir de sed en el infierno verde.
A medida que se alejaban las últimas mulas y la gente regresaba a sus casas, quedaban los llantos por la calle. Mi abuela tenía muchas cosas que hacer, coser detentes para los soldados, rezar novenas y rosarios, organizar meriendas y almuerzos para recaudar fondos, ocuparse de mil y un asuntos, y esperar el regreso de mi abuelo.
Pero cuando los soldados regresaban, no había retreta, ni banderas, ni manos elegantes y enguantadas aplaudiendo. Solo gente desesperada intentando hallar al marido, al hermano, al padre, al hijo, que regresaban con el vientre abierto, mancos, ciegos, quemados, cojos, muertos...
o que no regresaron jamás.
Ese domingo mi abuela dejó de ser sólamente mi abuela. Y aunque nunca nos llevamos particularmente bien, creo que empecé a quererla de verdad.
Ahora estará en el cielo con sus dos maridos.
Este dibujo no habría sido posible si ella no me hubiera contado lo que me contó hace ya catorce años.
Este dibujo y esta entrada van para tí abuela.
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