miércoles, 20 de febrero de 2008

NOVEDADES


Tengo una muela nueva.

Es el segundo premolar de la derecha. Premolar que ha recibido un tratamiento de canales, ha visto aniquilados sus nervios, ha sido vaciado y provisionalmente empastado en dos ocasiones, para ser vaciado por tercera vez y después rellenado de una sustancia blanca y brillante, que engaña a la vista y me hace parecer el dichoso poseedor de una muela de leche después de tantas y tan intensas sesiones de horrendo dolor y abyecto placer.

Debo admitir que, después de mi cuarta visita al dentista este mes, empiezo a comprender un poco el fetichismo sexual asociado a los espacios clínicos , y ello no se debe a que dos de los cuatro dentistas que trabajan en la clínica dental donde voy sean mujeres ( y muy guapas por cierto), sino a varias razones que paso a enumerar:

Primero, el ambiente de radiante limpieza y blancura que hace que te sientas seguro y cómodo ni bien entras y te colocas en el sillón.

Dos, el sillón del dentista. Yo no sé porqué no los comercializan como sofás o como camas, ya que no existe nada más cómodo que echarse en uno y apoyar la cabeza.

Tres, el abandonarse a otras manos, el sentir que te hablan en voz baja y te explican con calma lo que piensan hacer. En más de una ocasión he estado a punto de dormirme por las habilidades de mi dentista para tranquilizar a sus pacientes.

Cuatro, la anestesia. Ese vacío de sensaciones. Ese desaparecer de la conciencia. Esa tranquilidad falsa que no se va a la media hora, ni a la hora pasada. A veces creo que iría al dentista una vez al mes, sólo para que me anestesiara.

Cinco, y esta es la parte más retorcida: El ponerte en manos de alguien que te puede hacer mucho, muchísimo daño, y que sin embargo no te lo hará. El sentir que no tienes elección ni defensa posible, y el adivinar con el tacto y no con las sensaciones, que te están manipulando, perforando, taladrando y finalmente reparando como si fueras un muro defectuoso.

Esto unido a las celestiales batas blancas del personal, a la música ordinaria de todos los días que uno no se toma la molestia de escuchar y que sin embargo en esos momentos adquiere una importancia repentina gracias al efecto dopante de la anestesia: al tacto nada desagradable de los guantes de látex contra tu piel y a los ojos color de lince de mi dentista, hacen que todo el dinero que me he gastado en mi nueva muela haya valido la pena.

Creo que en el fondo soy un poco masoquista. Como todo el mundo, vamos.

1 comentario:

La gata de Cheshire dijo...

Realmente hay quién hasta ronca en el sillón del dentista, otros en cambio estan tan tensos que despues de la intervención tienen agujetas en todas las partes del cuerpo,ese sillón puede ser de relajación o de musculación....saludos.