martes, 5 de febrero de 2008

BUSCANDO EN EL BAUL DE LOS RECUERDOS


Yo tendría unos veintidós años.

Era una noche de invierno en Albuquerque. No hacía mucho frío , porque esa tarde había nevado, y yo regresaba a casa después de clase, con los libros bajo el brazo.

Sibylle y yo vivíamos en una pequeña casa estilo bungalow en el "studenth guetto" de Albuquerque, exactamente frente a la universidad.

Al llegar a la esquina, me encontré con un chicano de unos dieciséis años que me dijo al pasar "whats´up bro?" ( ¿Qué pasa hermano?), y yo le respondí con un "Buenas noches" ocasional.

En ese momento, el chico se dió la vuelta e intentó darme un golpe girando sobre sí mismo. Yo me agaché y su puño pasó rozando mi cabeza.

Al principio pensé que era una broma, así que seguí caminando. Pero a los dos pasos, lo que el chico acababa de hacer me pareció tan extraño que me detuve, y a contraluz ví su silueta mover las manos como diciéndome "Venga, ¿a qué esperas?"

En ese momento apareció un coche y me encandiló, y del coche salieron dos amigos suyos, mientras un tercero se quedaba en el coche, con el motor en marcha.

Uno de sus amigos se acercó a mí, moviéndose como un boxeador, preparándose para comenzar el entrenamiento. Mientras tanto yo, encandilado por los faros, y todavía sin comprender del todo qué estaba pasando, sólo acerté a pensar que:

a.- Se habían equivocado de tío y yo pagaría por los pecados de otro.
b.-Esto era alguna estúpida iniciación en alguna estúpida pandilla, y yo iba a pagar el pato por una estúpida casualidad.
c.-Que si echaba a correr ( mi casa quedaba a cien metros), se me iban a echar encima.
d.- Que si les hacía frente, ese sería mi funeral.

Así que levanté los brazos ( En una de las manos , todavía tenía los libros), y les grité en inglés,
(y bastante enfadado para alguien en mi situación):

-What´s going on here? I don´t want to fight! (¿Qué está pasando aquí? No quiero pelear)

Creo que eso calmó un poco al muchacho que tenía enfrente y se me venía encima, porque me miró dos o tres larguísimos segundos, con esa chulería que tienen los adolescentes que se creen más duros de lo que son en realidad, flanqueado por sus compinches, y protegido por las luces del coche de su amigo, que me impedían reconocer sus rasgos con exactitud....

Y me lanzó un contundente gancho izquierdo directamente al pómulo. Un golpe fortísimo que sin embargo no me derribó. Mis gafas saltaron y fueron a parar vaya uno a saber dónde. El pómulo se me abrió como una sandía y por un momento, lo olvidé todo. Dónde estaba, quién era, y lo que estaba pasando.

Y tres larguísimos segundos después, el que me había pegado dió tres pasos atrás y me preguntó en inglés:

- So what? Did you pee in your pants ? ( ¿Qué? ¿Te has meado encima?)

Acto seguido, se subieron al coche y se fueron.

Entonces, el miedo se apoderó de mí, y caminé esos cien metros, que se me hicieron eternos, sin terminar de darme cuenta de lo que me había pasado,temblando de pies a cabeza, transformado en un odre de adrenalina.

Una vez en casa, Sibylle me preguntó cómo me había ido. Yo me ví el pómulo herido en el espejo y le conté lo que me había pasado. Recordé que había perdido las gafas en la nieve, pero no tenía ni la menor gana de regresar a ese lugar, y terminamos yendo juntos a buscar mis gafas en mitad de la noche. No estaban rotas, y en la esquina desierta nadie había visto nada. No era más que otra noche de invierno en Albuquerque. La tienda de fotocopias de la esquina estaba abierta, el restaurante mexicano también, a lo lejos brillaban las luces del cine, y la nieve lo convertía todo en una estampa de navidad.


Pero a partir de ese día, no volví a ser el mismo. Y me pasé un año y medio o más en alerta roja. Nervioso, con miedo hasta de mi sombra. Huelga decir que dejé de salir por las noches. Esos fueron días difíciles.

Incluso a día de hoy, he aprendido a caminar con una precaución que no tenía antes de esa noche. Y eso que sólo recibí un puñetazo, que no me robaron nada, no me sacaron una navaja, no me dieron una paliza. En otras palabras: Esa noche yo tuve mucha, muchísima suerte.

Un mes después , para no correr más riesgos, me compré un scooter. un Honda Elite 150 de 1985, que compré al contado y que me llevé a casa sin haber jamás aprendido a conducir.

Es un milagro que no me haya matado en el trayecto a casa, pues conduje como unos veinte minutos, adivinando la dirección, y sin fijarme en ningún semáforo ni nada. Sólo recuerdo que en cierto momento me encontré atravesando Central Avenue ( el trayecto de la ruta 66 que atraviesa Albuquerde) , flanqueado por dos camiones enormes, en el carril equivocado y a vaya uno a saber qué velocidad.

Y, oblviamente, terminé pegando un patinazo en una esquina. No pude llegar sin percances a casa, como un verdadero macho, y tuve que empujar el cacharro los últimos cincuenta metros.

Sibylle no estaba en casa, pero cuando llegó no se pudo creer que tuviésemos un scooter.
Pero ahí estaba. Es el de la imagen. Una monada de dos asientos, rojo oscuro, bastante potente, totalmente eléctrico, que incluso tenía radio y todo.

Y durante los dos años que siguieron, ese scooter nos llevó a un montón de lugares antes de que terminásemos la universidad. Todavía recuerdo lo bien que me sentía yo cuando Sibylle me vení a recoger del trabajo en el scooter, y todo el mundo me veía subiéndome al asiento de atrás con mi húngara despampanante para irnos por ahí.

Vendí el scooter por más o menos lo que había pagado por él. Pero todavía tengo la matrícula conmigo por algún lado.

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