sábado, 23 de febrero de 2008

DORIAN GRAY, IBUPROFENO Y REFUGIO ANTIAEREO


Estos últimos días me los he pasado con el típico tercer resfrío de invierno, y es que no pasa un año sin que me enferme, me cure, recaiga y vuelta a empezar.

Por eso he vuelto a mirar las cajas de Ibuprofeno 600 con la misma expresión en el rostro que si fueran cajas de bombones.

Pisagua avanza a pasos agigantados, el dinero para el mes que viene está asegurado, pero si no recibo un encargo importante en Marzo, mucho me temo que Abril será época de vacas flacas.
Espero que no sea así.

Estoy leyendo una vez más "El retrato de Dorian Gray". Lo leí cuando tendría quince años, en una edición que me regaló mi madre, se lo presté a un amigo mío que se quedó impactado por él, y pasó de mano en mano aunque siempre regresó a mí. Llevo diecisiete años con ese libro. Empecé picoteándolo un poco, y ahora no puedo soltarlo.

Hoy salí a pasear con mi hijo y caí en cuenta de que hará un mes o algo así, había reservado turno para visitar el refugio antiaéreo de la Plaza del Diamant. Así que a las doce, me subí a Gabriel a los hombros, y me encaminé a la plaza.

El grupo que se acercó a las puertas del refugio ( que desgraciadamente por fuera parece un lavabo público), era un grupo jubilados , abuelas varias, un matrimonio cincuentón con la hija veinteañera de piercing en boca y kufiya al cuello, y el infaltable estudiante de arquitectura con una camarita digital que por lo visto está en todos lados.
En fin...

Bajamos doce metros a un refugio increíblemente bien construído por comités vecinales que excavaron y acondicionaron esos túneles en sus momentos libres. Una labor impresionante, con lechos excavados en la pared para acomodar a los enfermos, y largos asientos donde se sentarían cientos de personas, en silencio, con los ojos cerrados, escuchando cómo llovían las bombas afuera.

Caminando por los túneles, con mi hijo de la mano, no pude imaginarme cómo habría sido ese lugar durante un bombardeo, con bebés y niños gritando de terror, madres y abuelas angustiadas por sus hijos, maridos o nietos en el frente, toses y gemidos de enfermos, sudor, hambre, letrinas abiertas y miedo, el ulular de sirenas y el ruido de las bombas, en lugar de caminar en un cómodo grupo de quince personas que habíamos reservado nuestro turno con antelación, y seguíamos a una guía que nos comentaba los pormenores del lugar con magnífica eficiencia.

Llegado un momento, nos sentamos todos, y en ese instante me dí cuenta de cómo tuvieron que ser las cosas. Gabriel se sentó a mi lado, y después se alejó y se sentó en otro lugar. En ese instante empezó a sentir miedo. Pude ver cómo se dió cuenta de que ese lugartenía vibraciones nada fáciles de explicar, así que lo cogí en brazos y lo abracé hasta que se calmó. Gabriel es extraño. Siente cosas que no todo el mundo puede sentir. Quizás no fué buena idea ir con él, pero tampoco tenía planeado hacerlo así.

Salimos poco después a la calle, al sol, a la mañana del sábado, y todo el mundo se dispersó.
Me llevé a Gabriel al Bar del Centro Social "La Violeta" a tomar Cacaolat y jugar al futbolín.
Era una mañana preciosa, comimos patatas al ali oli, me bebí dos estrellas Galicia, Gabriel jugó con la hija de la dependienta y con un niño llamado Daniel, cogió las tizas del billar y se pintó los dedos y después nos fuimos a casa a dormir la siesta.
Hoy fue un buen día.

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