miércoles, 11 de diciembre de 2013

HIBERNAR CON LOS OJOS ABIERTOS

La jornada comienza indefectiblemente con un caos de contrapesos. Con olvidos de una u otra cosa y con una casi planificada descoordinación de todo cuanto debes llevar o no llevar a tu trabajo.

Camino del metro, si es que aún te quedan viajes en la T-10, el morral te molesta tanto si lo cuelgas de un hombro como si lo llevas en bandolera. Los zapatos están mal anudados o arden en deseos de liberarse de los cordones, que se abren como bombas de racimo en el peor de los momentos, y no me tires de la lengua con la hebilla del cinturón; ese malévolo artefacto que ora te lastima a través de la camisa, ora decide holgarse repentinamente como si hubiera adelgazado mientras dormía o le declara la guerra a mi ombligo y se afana en hundirse en él.  Desgraciadamente, absorto como estaba en tales molestias, no reparo en que algún imbécil hablando por el teléfono se ha colado conmigo y pasa por mi lado como si yo fuera parte del mobiliario urbano. Cuélate si quieres, no me molesta, pero por lo menos hazme un gesto de agradecimiento.

En fin....

Hibernando con los ojos abiertos, sigo la ruta de siempre sin fijarme casi en ella, como un ratón en uno de esos laberintos en miniatura que utilizan en los laboratorios. Sólo que al final del laberinto no encontraré nada que me interese. Por el contrario, me dejé el premio en casa, pero uno no puede llevarse su cama a todos lados.

Mientras tanto, la conversación de las vecinas del andén, particularmente estúpida e histérica, me llega amplificada por la acústica del túnel y todo cuanto en su momento no fué incómodo o pesado, ahora lo es y mucho más que antes.  Alguno sube escuchando música con los cascos a un volumen tan exagerado, que me resulta increíble pensar que en algún momento de mi vida yo hice lo mismo y no pienso entrar en el apartado del festival de aromas porque en alguna ocasión yo también entré al vagón apestando a chotuno. A veces el vagón está tan lleno que no puedes moverte cuando la gente baja en su estación, y no falta el capullo de turno que te suelta un " ¿qué? ¿te bajas o no?"  que te deja apretando los dientes e imaginando el recital pugilístico gratuito a cuenta de ese infrahumano que le ofrecerías al personal si el mundo fuera un lugar perfecto. En otras ocasiones hay poca gente, pero en esos momentos tienes la sensación de que alguien se te queda mirando demasiado tiempo, o la vecina de al lado está tan pero tan buena, que terminas lastimándote los ojos de tanto mirarla de reojo.

Decididamente, a cierta hora de la mañana, pertenecer al género humano no es más que un sueño inalcanzable.

Acostumbro llevar un termo lleno de café en el morral. En días como ese, se me olvida llevarlo. Y la imagen de ese termo caliente enfriándose en la cocina mientras yo cabeceo de sueño, se burla de mí.  A veces, cuando hay dinero y me siento sofisticado y sibarita, llevo té verde.  A veces el termo quema a través de la tela del morral ( lo que quiere decir que el morral es barato y ordinario) o le da por cerrarse mal y gotear  contra mi abrigo. Afortunadamente esto me pasa muy de vez en cuando.

En el vestíbulo de la estación donde me bajo, solía esperar un yonqui que se te acercaba hasta situarse a un palmo, mirándote fijamente a los ojos con cara de mala hostia y te preguntaba con furia si tenías un Euro.  Este asalto matutino  me tenía tan de los nervios que a veces tenía fantasías en las que averiguaba qué tal sonaría el metal del termo al impactar contra el tabique nasal de ese pobre desgraciado.

Afortunadamente nunca lo averigué.

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